Desde que he empezado a transitar en la residencia médica vi como muchos profesionales han relativizado el valor de la vida y la dignidad humana reduciéndolo a una visión meramente eficientista entre un ser que puede o no contribuir a la sociedad.
Son muchos los niños que nacen con defectos congénitos y/o se encuentran con secuelas neurológicas irreversibles tras algún lamentable evento. Nuestra sociedad, lejos de ser inclusiva, busca apartarlos y despreciarlos hasta incluso desear la muerte de ellos o negando lugares en terapia intensiva por no contar con los “criterios necesarios” para seguir viviendo.
Los dilemas morales y éticos que surgen, si por milagro inquietasen el corazón, son aplastados por la nula reflexión de quienes se supone llevan el juramento hipocrático en sus corazones.
San Juan Pablo II, en su encíclica EVANGELIUM VITAE (1995), denuncia: “La vida que exigiría más acogida, amor y cuidado es tenida por inútil, o considerada como un peso insoportable y, por tanto, despreciada de muchos modos. Quien, con su enfermedad, con su minusvalidez o, más simplemente, con su misma presencia pone en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más aventajados, tiende a ser visto como un enemigo del que hay que defenderse o a quien eliminar. Se desencadena así una especie de « conjura contra la vida », que afecta no sólo a las personas concretas en sus relaciones individuales, familiares o de grupo, sino que va más allá llegando a perjudicar y alterar, a nivel mundial, las relaciones entre los pueblos y los Estados.“
¿Quiénes somos nosotros para decidir quién debe o no vivir? ¿Quiénes somos nosotros para despreciar el amor de unos padres hacia un hijo por el cual han luchado tanto? ¿Quiénes nos creemos nosotros para subir a un pedestal de privilegios y declarar o no que un niño debe morir?.
Ninguna vida puede considerarse “absurda” pues ni somos dignos de erigirnos como jueces ni tenemos el poder para quitar el derecho fundamental y originario a la vida, derecho propio de todo ser humano.