Olor a papel y tinta.

Tac…tactactac… clink! Las máquinas de escribir iban escupiendo las noticias. La gente iba y venía. Cámaras, máquinas de escribir y computadoras monocolor “modernas”. Y ese olor. Ese olor que no me sale de la mente, el papel diario y la tinta. Y ahí estaba yo en medio de esa fantástica fábrica de noticias, mirando todo.

La mesa de luz en donde se veían los negativos y la pequeña lupa, eran mi obsesión. En varias ocasiones, debía esperar ahí junto a mi padre mientras él redactaba algo, estaba encargado del área política del extinto Diario HOY.

Para nada aburrido, tenía un montón de cosas para curiosear. Sobre todo, las computadoras. Un par de veces, me escabullí hasta la sala de la imprenta a ver qué pasaba con todo el ruído. De primera mano, vi los enormes rollos de papel, las rotativas horneando el diario, los maquinistas manchados trabajando en ella. Un ecosistema donde la sinergia se conjugaba en un baile desconocido para quienes en las mañanas, sentados en sus veredas, mate en mano, leían lo que en esa tarde se estaba procesando.

En ese ambiente escuchaba cosas interesantes y también daba mi humilde opinión. A Dios gracias, pese a ser un pibe de primaria, no me callaban y escuchaban lo que yo reportaba que había escuchado en las noticias. El hecho de que no hayan hecho de menos mis aportes en esas conversaciones, ha sido muy importante para mi. Aunque, quizás haya sido hinchapelotas.

Claramente, la influencia de todo ello, hizo que yo quisiera tener mi propio periódico, y así lo había intentado en segundo grado, en quinto grado con Tiquichuela de la mano de la gran Prof. Margarita Prieto y una vez en la secundaria, escribiendo anónimamente un panfleto en contra de la dirección del colegio.

Ese ejercicio, de observar, leer y redactar me acompañó durante toda mi vida. Quería ser él, escribir algo y que todo el mundo lo leyera. Llegada la hora de irnos, nos despedíamos de todos en el pasillo. Una que otra broma volaba entre colegas. Y de nuevo estabamos en el viejo Peugeot rumbo a casa.

¿Por qué empecé a leer libros?

“¿Por qué empezaste a leer? ¿En casa tus padres lo hacían? ¿Algún profesor/a te animó?” posteaba la cuenta de Libro Para Todos (librería asuncena). Me hizo reflexionar del momento en que los libros empezaron a formar parte de mi vida.

De pequeño visitaba a mis abuelos y me quedaba jornadas enteras al cuidado de ellos. En la casa, tenían una biblioteca de madera muy grande, de punta a punta con libros de ciencias en su mayoría y un popurri variado de otros temas. Me habían enseñado en casa que los libros son sagrados y hay que cuidarlos, por lo que evidentemente les tenía santo respeto.

Durante las siestas, agarraba uno que otro y me disponía a mirar los dibujos y las fotografías, curioso como soy, pedía explicaciones a mis abuelos si surgía alguna duda.

Hasta que el 3 de marzo de 1997, primer día de clases de la primaria, mi madre me busca de la escuela para decirme que abuelo Titito ya estaba en el cielo. No lloré, porque no entendía bien lo que había pasado. Lo único claro era que no iba a volver a verlo porque se había ido volando hacia arriba y que alguna vez nos encontraríamos todos.

Cuando salía de mi habitación, ya tenía en frente una mini biblioteca de 4 pisos repleta. Los libros que allí tenía eran de ciencias sociales, nada que ver con los del abuelo que eran sobre pajaritos, peces, paisajes, monos y muchos insectos. Mis padres me dejaban mirarlos aunque no entendía un pedo el significado de: “Diccionario de Ciencias Políticas”, “El Capital” o “La revolución del pensamiento social”.

En mi pequeña mente, cabía un solo pensamiento: “El abuelo estaba en todos los libros”.

De ahí que empecé mi fantástica búsqueda, cada ida a lo de abuela era para revisar la biblioteca de Titito. En algún lugar debía de haber dejado un poquitito de él para que no lo extrañaramos tanto. Lo vi sentarse y leer esos libros. Estuve en su regazo mirando los dibujitos. Si él leía así de concentrado, entonces leer no podía ser tan malo.

En algún momento de 1997, con 6 años de edad estando en la biblioteca del Colegio Campoalto, por entonces un hermoso santuario, busqué a mi abuelo. Agarré mi primer cuento corto: “El viaje de Viento Pequeño” un librito de 72 páginas sobre la curiosa aventura de un personajito en busca de su destino.

Hoy, 23 años después, sigo buscando al abuelo en cada libro que abrazo.

Patch Adams: Teoría Aplicada

Como todos aquellos que alguna vez desearon ser médicos, vi la película Patch Adams, co-protagonista de esta historia, y quedé estupefacto al ver el trato que daban los grandes doctores a los pacientes y de qué manera los futuros médicos imitaban las mismas actitudes que sus maestros. Obviamente, desde el punto de vista de alguien que no estaba aún en la facultad, muchas cosas no podía entender acerca de la relación médico-paciente y pensaba que ese tipo de trato sólo se extendía al primer mundo. Estaba muy equivocado.

En julio del 2015 tuvimos la oportunidad de conocer a Patch en Paraguay gracias a la perseverancia de dos maravillosas compañeras, Andy y Dani, que creo que hasta ahora no dimensionan de qué forma sus esfuerzos han influenciado en un puñado de personas que podrían hacer un cambio a corto plazo en sus entornos.

“Hi there! I’m Patch!” y apareció de entre el público un enorme personaje que superaba el metro ochenta, vestido de colores como era de esperar y empezó a dar simples instrucciones, todas ellas enfocadas a conocer al otro, a mirar al que estaba delante nuestro y lo más importante de todo era aprender a escuchar.

Mi papel ese día era documentar lo que acontecía. Era el fotógrafo del evento y por ello podía ir de un punto a otro y escuchar las conversaciones que se creaban durante las actividades y sobre todo las distintas reacciones de las personas.

Todos somos tan maravillosamente distintos que nadie es lo suficientemente aburrido como para no fascinar si escuchamos con atención.

En su momento entendí que se trataba de conectarse con el otro y sentir empatía. Algo que definitivamente causa una conversación cuando no existen prejuicios de por medio. Pensé que ese ejercicio era una forma de aprender a tratar con los pacientes y que como no había pacientes en ese lugar, los asistentes hablaban entre sí para luego traspolar ese ejercicio al frío ambiente hospitalario.

Me equivoqué.

Y de eso me di cuenta al empezar el cuarto año de la carrera de medicina. Un año en que la vida corre a mil y hay que ganar la competencia básica de confeccionar una historia clínica en medio de decenas de parciales y poco tiempo. Entiéndase esto, como la habilidad de sacar información a un paciente aplicando la semiotecnia y la entrevista para pensar en un posible diagnóstico y posteriormente redactar formalmente una historia clínica.

Patch, no quería que nosotros aprendamos a ganar la confianza de un paciente para hacer una buena historia. Quería que aprendamos a tratar personas sin distinguir si están enfermos o no y, sobre todo, de una manera horizontal. Sin que uno esté en un pedestal y desde ahí busque crear una conversación y, mucho menos, que veamos al enfermo como una bolsa de signos y síntomas que tratar.

“Hola, soy Juan” Esta es la manera en que me presento a los pacientes todos los días y es la forma en que pretendo hacerlo el resto de mi vida. Pero no es sólo una manera patchsística o una rebeldía contra el sistema paternalista médico (vigente hasta hoy), sino que vi en la práctica que es la mejor forma de tratar con las personas.

Es muy distinto cuando un médico de entrada aparece flotando en la habitación y da órdenes a un paciente sin siquiera dar a conocerse o preguntar cómo amaneció esa persona. Por desgracia, veo cómo muchos médicos siguen inculcando esta forma de hacer medicina. Y escucho las quejas de los pacientes así como también los elogios a los médicos que muestran interés por la persona.

Un médico es una persona que por propia opción decidió sacrificar el tiempo de su vida para aprender a sanar a otras personas. El ADN de un médico no es algo super especial y mucho menos ha sido dotado de dones divinos para curar gente que confiera una especie de autoridad por sobre las demás personas.

Para mi, el trato vertical que se practica hasta el día de hoy es una forma que no acompaña al enfermo, que no trata a la persona. Nombrar a una persona por número de cama es algo inhumano que todos, pero absolutamente todos, cometimos alguna vez, ya seamos licenciados, médicos u otro tipo de profesional de blanco.

Darse cuenta de este error, automáticamente nos compromete a hacer las cosas de una forma distinta. Tratar a las personas mirando a los ojos y demostrando que realmente nos interesa, es una forma de apostolado que hace feliz al paciente y al médico. Y, lo genial de esto, es que contagia a los demás doctores a tratar personas y no enfermedades.

Recuerdo ver al Dr. Roberto Mura (un médico legendario) reprender a un colega con las siguientes palabras: “¿Sabes cuánto yo daría por tener a mi papá un minuto más conmigo? ¡El médico lucha por la vida de todos! Pensá que él es tu papá”.

Esto, definitivamente, se aplica en todos los casos. Cada vez que entramos a una habitación no olvidemos que esa persona es hijo, hermano, padre, amigo de alguien que lo quiere mucho y espera la mejor versión de nosotros.

Al final de una entrevista a una persona con un cáncer muy avanzado nos dijo: “Los enfermos esperamos de ustedes la sonrisa que nos de esperanza aunque no la haya”.

Comparto con ustedes lo que Patch nos aconsejaba: “Conversen con todos. Conversen con el chico del ascensor, con quien les vende periódicos. Conversen y mucho. Se aprende de todos todo el tiempo”.

Veo todos los días la diferencia entre un médico que ama lo que hace, y el que hace lo que hace por que lo tiene que hacer. ¿Cómo quisieras que el médico atienda a tu mamá?

Y, finalmente ¿Qué clase de médicos queremos ser nosotros?

Para ver más fotos de ese día maravilloso encuentro ingrese aquí.

Este posteo fue redactado el 21 de agosto de 2016 y publicado en Medium.

Todas las vidas importan.

Desde que he empezado a transitar en la residencia médica vi como muchos profesionales han relativizado el valor de la vida y la dignidad humana reduciéndolo a una visión meramente eficientista entre un ser que puede o no contribuir a la sociedad.

Son muchos los niños que nacen con defectos congénitos y/o se encuentran con secuelas neurológicas irreversibles tras algún lamentable evento. Nuestra sociedad, lejos de ser inclusiva, busca apartarlos y despreciarlos hasta incluso desear la muerte de ellos o negando lugares en terapia intensiva por no contar con los “criterios necesarios” para seguir viviendo.

Los dilemas morales y éticos que surgen, si por milagro inquietasen el corazón, son aplastados por la nula reflexión de quienes se supone llevan el juramento hipocrático en sus corazones.

San Juan Pablo II, en su encíclica EVANGELIUM VITAE (1995), denuncia: “La vida que exigiría más acogida, amor y cuidado es tenida por inútil, o considerada como un peso insoportable y, por tanto, despreciada de muchos modos. Quien, con su enfermedad, con su minusvalidez o, más simplemente, con su misma presencia pone en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más aventajados, tiende a ser visto como un enemigo del que hay que defenderse o a quien eliminar. Se desencadena así una especie de « conjura contra la vida », que afecta no sólo a las personas concretas en sus relaciones individuales, familiares o de grupo, sino que va más allá llegando a perjudicar y alterar, a nivel mundial, las relaciones entre los pueblos y los Estados.

¿Quiénes somos nosotros para decidir quién debe o no vivir? ¿Quiénes somos nosotros para despreciar el amor de unos padres hacia un hijo por el cual han luchado tanto? ¿Quiénes nos creemos nosotros para subir a un pedestal de privilegios y declarar o no que un niño debe morir?.

Ninguna vida puede considerarse “absurda” pues ni somos dignos de erigirnos como jueces ni tenemos el poder para quitar el derecho fundamental y originario a la vida, derecho propio de todo ser humano.